¡No lo toquen a Colón!
Por Mempo Giardinelli
En Página 12, Jueves, 4 de abril de 2013
En
estos días de furias y mal tiempo, mientras los sojeros argentinos
retienen el grano esperando que el peso se devalúe, el Gobierno no se
decide a refundar la Junta Nacional de Granos y en Nueva York es
inminente el rechazo de la oferta a los fondos buitre –todo ello para
alegría de Clarín y La Nación–, son muy pocos los compatriotas que se
preocupan por el traslado de la estatua de Cristóbal Colón a Mar del
Plata.
Lo que resulta un disparate
doble: por un lado que se quiera quitar al navegante genovés que en 1492
inauguró nuestra historia moderna y nos trajo la lengua que hablamos
–además de horrores y atropellos, desde ya, que la Historia viene
juzgando– del hermoso emplazamiento donde está desde hace un siglo.
Y, por el otro, que el asunto
no le importa a casi nadie, a pesar de que el magnífico monumento está
donde está por donación de la colectividad italiana, la que más
inmigrantes aportó a nuestra ciudadanía y de la cual desciende la
mayoría de los argentinos de origen europeo.
Conviene recordar que fue esa
colectividad la que encargó la realización de la obra al escultor
Arnaldo Zocchi (1862-1940), no por cualquier motivo, sino en ocasión de
la conmemoración del Centenario de la Revolución de Mayo.
Y para despejar aún más la
ignorancia que parece haber ganado a quienes tomaron la desdichada
decisión del traslado, hay que decir que la donación fue aceptada por el
Congreso de la Nación mediante la Ley Nº 5105 del 26 de agosto de 1907.
Si bien el monumento fue inaugurado recién en junio de 1921 –el retraso
se debió a la Primera Guerra Mundial, pero también a ciertas ya
entonces desarrolladas taras nacionales–, el espacio verde que lo rodea a
espaldas de la Casa Rosada fue proyectado y construido como parte del
Paseo de Julio por el célebre arquitecto y paisajista francés Carlos
Thays (1849-1934). Con el nombre de Plaza Colón, fue inaugurada en 1904,
en 1911 se construyeron las terrazas y escalinatas que derivaban hacia
el río y en 1921 se terminó el arreglo de jardinería, justo para la
apertura al público.
Según informaciones que
recibo de una organización civil ejemplar llamada ¡Salvemos las
estatuas!, el monumento consta de 623 toneladas de bloques de mármol de
Carrara y la estatua de Colón fue colocada sobre una base de más de 20
metros de altura. “La complejidad del monumento –aseguran– hace que los
expertos preservacionistas consideren riesgosísimo el traslado del
monumento, mucho menos a una ciudad balnearia como Mar del Plata,
exponiéndolo al ambiente marino altamente agresivo para los materiales
de construcción, incluido el mármol.”
Como sea, y más allá de si el
desatino de trasladarlo fue decisión del gobierno nacional o del
municipal, la remoción no es sino una muestra más del errado, estúpido
concepto argentino del verbo “gobernar”, entendido como “el que gana
hace lo que quiere con la cosa pública”, en lugar de “el que gana la
cuida y administra temporariamente”.
Hace un siglo la comunidad
italiana en nuestro país donó, además, y como parte del conjunto
monumental, una cripta ubicada bajo la estatua, en cuyo interior se
guardan objetos donados a la Argentina, como un cofre con un ladrillo de
la casa natal genovesa de Colón y un bloque de mármol romano labrado,
extraído del monte Palatino.
Según consta en el Archivo de
Monumentos y Obras de Arte del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires, el monumento es propiedad de la Capital de la República, pero no
por eso nos es ajeno a los 40 millones de habitantes de este país. La
mayoría de los cuales, no lo dudo, suele estar en desacuerdo con este
tipo de mudanzas de la Historia que nos es común. Y en esta opinión no
tiene nada que ver el justificado homenaje a Juana Azurduy, que también
merece que se emplace el monumento donado por el gobierno de la hermana
República de Bolivia, pero en otro lugar. Me disculparán los lectores
porteños, pero no puedo ver en este desatino otra cosa que lo que en 23
provincias argentinas se suele llamar “otra porteñada”. Porque hay casi
tres millones de kilómetros cuadrados de territorio nacional donde
colocar a la heroica generala. Y si debe ser en Buenos Aires, sobran
espacios públicos.
Y lo que también fastidia de
esto, finalmente, es esa otra, igualmente necia manía argentina de
cambiar no sólo emplazamientos sino incluso los nombres de calles y
avenidas. Como si la Historia se pudiera mutar, o imponer, a gusto de
coyunturales gobernantes, legisladores, concejales o jefes de Gobierno.
Que nunca alcanzan a ver que por este camino sus imposiciones serán
también cambiadas, en décadas venideras, por otros, igualmente
autoritarios administradores civiles. No es así como se afianza una
identidad nacional.
Por Mempo Giardinelli
Jueves, 4 de abril de 2013
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